Cuado era niño mis padres me encerraban en un cuarto por una hilera de motivos que incluso ahora no podría entender con claridad. Las tardes eran materia para las supersticiones. Mi cuarto era pequeño, pero se convirtió en el centro de todo el universo.
La casa era de madera. Llena de rincones, lo cual mejoró mi capacidad de observación, la agudizo con un instinto prohibido. Al apagarse la luz, los agujeros en la pared se llegaron a convertir en verdaderas puertas gigantes que abrían su postigo a un mundo que no se ve, un mundo secreto allá en la luz tenue. No podía dormir, ni jugar y en una gran curiosidad descubrí en un hoyo de la pared que daba al patio, el país de los secretos, la vecina saliendo en una tanga rosita a tender la ropa de su marido el ingeniero Fernández, las rendijas desde entonces se convirtieron en mi único juego a la hora de la siesta. Mi madre frecuentemente regañaba a mi hermana por tardarse tanto tiempo en el baño- decidí entonces averiguar que pasaba- busqué el lugar adecuado para perforar sin que se dieran cuenta. La pared del baño daba a la parte de atrás de la casa, todos los días fui escarbando y tapando el orificio con una argamasa hasta que se convirtió en mi telescopio al interior de la ducha.
Mi hermana mayor tenia un trato especial con el espejo, como si hablara con él, se peinaba, se besaba incluso la palma de la mano con los labios de a piquito, actitudes que una vez creo haberle visito cuando un novio la visitaba, mi hermana chupaba el labial de una forma frenética, eso nunca quise saber si lo hizo con su novio. Mi madre tomaba unas pastillas que escondía en la pared detrás de una estatuilla de san judas Tadeo. No llegué a entender jamás si el motivo de que el santo estuviera ahí era para ayudarle a ella en sus problemas de estreñimiento. Las pastillas nunca supe para que fueran Mi padre jugaba a los aviones imaginarios sentado en el inodoro, siempre serio, poniéndose después de rasurar crema humectante para piel de dama que metía envuelta en una toalla para que no descubriéramos el señor de la casa hacia las cosas de maricas que criticaba en la televisión en los programas de Cristina. Una vez vino una tía del DF. Después de cenar ella dijo que se iba a bañar. Yo dije que me iba a dormir. Pero salí por la ventana. Llegue al muro que daba al baño, quité el trapo pequeño que había puesto y tapaba el agujero en la pared. Me senté a esperar. Un atisbo de luz caía inerte sobre el espacio destapado. La tía se desvistió como se desvisten las mujeres que apenas pasan los treinta y no saben que son vistas, seguras, valientes, con una desnudez que no es inocencia ni despojo.
Abrió la regadera y me sentí nervioso, y oscuro y hombre y no podía dejar de mirarla. Revisó los shampoos, los jabones, las revistas que papá guardaba en la parte alta de las repisas y que nunca me dejó mirar hasta que cumplí los 18- que por supuesto yo había visto varios años antes-. La vi tirar en el inodoro un jabón sin querer ( la culpa cayó en mi hermana sin que yo pudiera decir nada ).En ese otro mundo la tía es diferente. No es seria, ni inteligente, ni reservada. En ese otro mundo la tía no es la princesa en la que el príncipe no llega a tiempo antes de que den las doce y se haga el mundo calabaza. Todavía me acuerdo despegando sus pies levantándolos del suelo, a puntitas, sentada. El agua cayendo por su cuerpo motivado por ella misma, las luces cerradas, sus suspiros de batalla como secreta, creyendo que no tenía compañía, para que mis padres no la escucharan. Todavía me acuerdo.Llegue a sentir que me miró alguna de las veces en que la expiaba, por que en medio del incendiario ritual se inclinaba en dirección a la pared semirrota en la cual yo aprendí a dar besos sonrojados con la imaginación en punta.
También hice agujeros en la habitación de mis padres, me di cuenta que mis noches no eran las únicas herméticamente tristes, que no sólo los unía una afición por los libros de Cortázar. Que ahí dentro se decían palabras que afuera nunca los oí decir, que podían ser dulces, insultarse, quedar desnudos, seducidos y nuevamente solos. Qué lo que hacían al apagarse la luz era las mismas cosas que se me había antojado hacerle a aquella tía blanca, de piernas ágiles y mejores caderas capaz de tirar el jabón mas caro de mamá y no admitir su culpa aunque se pasarán hablando en el mundo de afuera de la honestidad.
A través de esta manía llegué a la conclusión de que existen mundos compartidos y otros que creemos nos comparten, y es como si la intimidad fuera algo invisible a menos que exista un ojo trasgresor que se mete adentro para quitarse lo ciego, del otro está lado quien realmente somos. La semana pasada, cenando con mí mujer agarre el papel de una caja de cigarros y miré a través del orificio. Decidí espiar a mi mujer por primera vez. El único problema es que el departamento no era de madera y el baño tenía llave y estábamos en un quinto piso, pensando en eso regresé del trabajo unas horas antes y puse una cámara de video en nuestro dormitorio.
Ayer coloqué la cinta en el reproductor de video. Me di cuenta de ese maldito otro mundo que mí mujer tiene. Ahora cuando vuelva no sé si le muestro la grabación o sólo me hago otro mundo para mí mismo.
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