Por momentos quisiera ser Jacques Rigaut vestido pulcro y de pantera, que a los treinta se metió una bala en el corazón rodeado de almohadones blancos para no perder la dignidad y cumplir con la promesa de morder el polvo indeleble sin bajar los ojos, intacto, certero, camisa blanca con el rojo oscurecido de su victoria sobre dios
tan preciso
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