La casa de mi padre era de madera, con pilares de cedro sosteniendo el techo y la galaxia. Decían los viejos había un tesoro enterrado en la esquina que daba al viejo parque, porque en los días de aguaceros y relámpagos se escuchaba un ruido particular en el cimiento.
Los cuartos eran amplios, bien ventilados, con mucho sol en las ventanas durante el verano y una lluvia eterna a mediados de invierno guardándonos las espaldas. En las noches los grillos arrullaban impunemente y nos ungíamos de aceite las madrugadas de vela para que nunca nos encontraran las corrientes malas. Cuando se iba la luz los candelabros con las velas blancas parecían ser luciérnagas alumbrando la noche con su parpadeo.
Mi padre se paraba a las cinco de la mañana a tomar café amargo, abría la puerta principal y miraba la tierra escarchada por la llovizna de la madrugada y parecía mirar más allá del hilo definitivo que separaba a la montaña del valle. Soltaba los perros, prendía el radio, ponía sobre el vientre de mi madre un crucifijo y después iba a la casita de media agua a hablar con las cenizas de mi hermano Jesús. Releía los periódicos viejos. Daba agua a las flores y caminaba alrededor de la casa, buscando los estragos de la lluvia en la casa vieja. El techo rechinaba quejándose de la humedad y las tempestades. El techo rechinaba por todo.
La casa fue herencia del abuelo, y mi padre algún día pensó que sería mía. Dicen en el pueblo que cuando uno muere se queda habitando la vivienda de la infancia, yo no puedo saber si un día yo vuelva a ella o sean ciertas las supersticiones de los lugareños, pero ahora que mi padre ha muerto y estoy lejos de San Juan Bautista, escucho decir que lo han visto a él y al abuelo recorrerle los pasillos, caer el crucifijo donde una vez estuvo la cama de mi madre, escucho decir que lo han visto en la casita de media agua cuando llueve fuerte y no deja de rechinar el techo, que lo han visto prender la radio, soltar los perros.
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