Corpus Can

Es un segundo lo que podría costar entender que solemos estar en sitios de los que queremos marcharnos, que si no tuvieras arterias en el corazón podrían sembrarte flores, despegar del suelo, acabar a solas en el cuarto del celador con la muerte en las axilas destilando un olor tan nítido que te haría saber que nada se acaba, que todo sigue, que las lagrimas se pueden acomodar por segundos en los tendones de los dedos. Es un segundo el tiempo sobre la tarde que se cae encima y llena de polvo toda la vida. Y la tierra no se abre, ni nos traga, ni nos devuelve, ni ardemos por combustión espontánea y el conejo de Alicia no se aparece por ningún lado. Y es necesario quedarse callado, con la mirada colgada de litorales imaginarios, por que más allá de ese lapso está la pequeña muerte y la sombra esquineada de tu casa de la cual tu sólo eres un trazo, un nacimiento, un péndulo del que oscila todo lo que amaste, los extremos mutando a puntos indistintos para que suceda la distancia, el tedio y luego el sueño, una ventana chiquita donde se asome un tobogán que permita huir sin dar explicaciones.

Es un segundo suficiente elemento de la física para saber que no es el arte de matar el que mueve al asesino y que ningún amor real, cotidiano y amable, puede competir en entrega, pasión y belleza con uno imposible. Y es posible que el amor se derrame como el aceite sobre tu pecho y te queme y duela tanto como la muerte de una madre o una abuela y sea un segundo el que nos esfume el cansancio o la risa o la incertidumbre de no saber si al mundo se viene a otra cosa que sacarle filo a los dientes.