Quise volver para buscar sus pasos en los caminos que llevaban a la finca. Volver y no molestar sus lecturas, la paciencia para regar la tierra, recoger los frutos de su sudor y la historia. Preguntarle como era la vida de entonces, cuando yo era niño y el partía el pan en el centro de la mesa, partirlo en dos, en tres o en los que fuéramos con ese significado profundo que el le daba al momento de la comida. Que a mí me despertarán sus pesadillas de los últimos días, antes del cantar de los gallos y el hambre de los coyotes. Abrir su cuarto de estudio cerrados en los años, los libros intactos en los anaqueles, repletos de polvo y olor a mullido, leer sus memorias de los tiempos buenos, cuando se hizo del rancho y se convirtió en lector de cuentos orientales. Yo supe de él cuando ya estaba muerto y los campesinos decían había sido un tipo con suerte, un gurú de medio tiempo que invocaba la lluvia en las sequías.
Mi madre me ha contado que cuando yo tenía un año de nacido, él se fue trágicamente con los ojos abiertos y murió justo ahí, donde yo di el primer llanto. Dice la familia que tal vez por eso el abuelo Arturo quiso llevarme y los asustó tanto que tuvieron que curarme con santeras. Yo en realidad creo que lo hizo por que la muerte lo agarró solito y en está parte del mundo nada se acaba con la muerte y la sepultura no sirve para descansar.
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